Narco, música y abandono cultural: cuando la ausencia del Estado llena estadios
POR Andrea Ríos
La controversia por el auge de los narcocorridos en México ha provocado debates intensos, iniciativas legislativas y decisiones drásticas, en un país marcado por la violencia, el crimen organizado y la constante presión geopolítica de Estados Unidos por frenar el tráfico de drogas. Sin embargo, el problema va mucho más allá de prohibir o permitir un género musical: lo que está en disputa es el campo simbólico de una sociedad.
La cultura del narco no es una moda pasajera ni un fenómeno mediático aislado. Es una narrativa profundamente enraizada en un contexto social que ha ofrecido pocas oportunidades para imaginar y construir futuros alternativos. En comunidades donde la pobreza, el abandono institucional y la desigualdad se han vuelto estructurales, el narcotráfico no solo ofrece ingresos: ofrece sentido, pertenencia, aspiraciones y estética. Y con ello, se inserta no solo en el territorio, sino en el imaginario colectivo.
El filósofo y sociólogo alemán Axel Honneth sostiene que la violencia surge de la falta de reconocimiento. En las periferias invisibilizadas, en los pueblos minimizados y en culturas relegadas, el narco encontró una grieta por donde ampliar su poder. Hoy no solo trafica sustancias, también produce artistas, financia videoclips, controla festivales y difunde discursos. Un caso ilustrativo es el de Del Records, sello con el que Peso Pluma trabajó al inicio de su carrera y cuyo fundador ha sido investigado en Estados Unidos por presuntos vínculos con el Cártel Jalisco Nueva Generación.
Pero ¿de verdad los narcocorridos son responsables de la violencia? En entrevista con The New York Times, el cantante Jesús Eulogio Sosa, líder de Los Buitres de Culiacán Sinaloa, responde:
"La solución es educación. Porque decir que tú vas a querer ser narcotraficante por escuchar un corrido, es tanto como decir que vas a ver los Avengers y vas a querer salir del cine y ser un superhéroe."
Más allá del debate moral sobre el contenido de estas canciones, lo verdaderamente preocupante es el vacío cultural que el narco ha sabido ocupar. Cuando el Estado abandona su responsabilidad de fomentar las artes, la educación estética y la construcción simbólica desde lo comunitario, otros actores —con recursos y objetivos distintos— toman su lugar.
Desde el sexenio de Enrique Peña Nieto hasta la actual administración de Claudia Sheinbaum, los presupuestos asignados a la Secretaría de Cultura han permanecido estancados o incluso disminuido en términos reales. No ha habido un aumento sustantivo que denota una preocupación genuina por fortalecer el ecosistema cultural ni por ofrecer alternativas sostenidas para artistas, gestores y comunidades creativas.
Autores como Pierre Bourdieu y Néstor García Canclini lo advirtieron con claridad: cuando se retiran las políticas públicas de fomento cultural, los vacíos simbólicos no se quedan vacíos, sino que se llenan con las narrativas que sí tienen medios para difundirse. Y en México, esas narrativas hoy muchas veces vienen del narco.
También lo menciona Noela Sala Sharim, Ex Subsecretaria de Cultura y las Artes en Chile, “la cultura posee el poder de un pegamento especial y muy eficiente, en ese espacio tan delicado, que nos devuelve la posibilidad de habitar juntos más allá de nuestras diferencias.”
Pero hay caminos posibles. En la década de los 90, Medellín era considerada la ciudad más violenta del mundo. Su transformación comenzó con una estrategia basada en la cultura, la educación y el espacio público: bibliotecas en las comunas, casas de música, programas comunitarios, murales y parques. El modelo fue replicado en Brasil con los Centros Compaz, donde la cultura, el deporte y la formación comunitaria tejieron nuevas formas de convivencia.
En México, proyectos como las UTOPÍAS en Iztapalapa —impulsadas por Clara Brugada— retoman esa inspiración: centros integrales que reúnen teatro, fotografía, muralismo, deporte, salud y oficios. Son una muestra concreta de cómo la cultura, si se entiende como política pública y no como entretenimiento accesorio, puede ser parte de una estrategia real de paz.
¿Qué pasaría si el Estado invirtiera en cultura con la misma seriedad con la que invierte en seguridad o infraestructura? Tal vez empezaríamos a recuperar el terreno simbólico que hoy está en disputa. Porque no se trata solo de prohibir canciones, sino de ofrecer otras que también valga la pena cantar.
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